Los trastornos de conducta alimentaria han aumentado considerablemente, especialmente después de la pandemia de COVID-19, debido a factores como las tendencias alimentarias actuales, el ambiente obesogénico, el estigma relacionado con el peso y los estereotipos de belleza.
En la adolescencia, la anorexia y la bulimia nerviosa son prevalentes, mientras que en la adultez, el trastorno por atracón es más común. Todos estos trastornos requieren tratamiento psicológico y nutricional, siendo la anorexia particularmente peligrosa cuando se presenta con un peso extremadamente bajo.
Un estudio europeo liderado por el Instituto de Psiquiatría, Psicología y Neurociencia del King's College London (Reino Unido) explora el papel del cerebro en estos comportamientos alimentarios, que pueden considerarse adictivos. La investigación, publicada en Nature Mental Health, reveló que más de la mitad de los jóvenes de 23 años analizados presentaron conductas alimentarias restrictivas, emocionales o descontroladas, y sugiere que las diferencias estructurales en el cerebro podrían influir en el desarrollo de estas conductas.
El estudio también analizó cómo la maduración cerebral durante la adolescencia influye en los hábitos alimentarios en la adultez temprana. Los investigadores observaron que el proceso de maduración cerebral, en el cual el volumen y grosor de la corteza cerebral disminuyen, es un factor determinante para que los adolescentes desarrollen conductas alimentarias restrictivas o emocionales/descontroladas.
A los 23 años, los participantes fueron clasificados en tres tipos de hábitos alimentarios: saludables (42%), restrictivos (33%) y emocionales/descontrolados (25%). Aquellos con conductas alimentarias poco saludables a los 23 años mostraron mayores niveles de problemas de salud mental, tanto internalizantes (como ansiedad o depresión) como externalizantes (como hiperactividad o problemas de conducta), a los 14 años en comparación con los que mantenían hábitos alimentarios saludables.
Además, los hábitos alimentarios restrictivos se relacionaron con un mayor seguimiento de dietas durante la adolescencia, y estos comportamientos poco saludables estuvieron vinculados con la obesidad y un mayor riesgo genético de tener un IMC elevado.
El análisis de las imágenes por resonancia magnética (IRM) mostró que la maduración cerebral se retrasó en aquellos con hábitos alimentarios poco saludables. En particular, una maduración reducida en el cerebelo, una región del cerebro relacionada con el control del apetito, contribuyó al vínculo entre el riesgo genético de un IMC elevado y las conductas alimentarias restrictivas en la adultez.
Los resultados del estudio subrayan cómo la maduración cerebral, la genética y los problemas de salud mental interactúan para contribuir a los trastornos alimentarios. Según Sylvane Desrivières, autora principal del estudio, los hallazgos destacan la importancia de la educación en hábitos alimentarios saludables y estrategias de afrontamiento adecuadas, lo que podría ser crucial para prevenir los trastornos alimentarios y promover la salud cerebral en general.