El hotel tenía todo lo que pretendía para esos días de vacaciones soñadas en Río de Janeiro, Brasil, con dos amigas del hospital y mi hija de 21 años: playa privada, piscina climatizada, spa, gastronomía y un jardín tropical interno.
Pura relajación. Habíamos llegado dos días antes y esa mañana estaba sola con mi hija (mis amigas habían ido temprano a una excursión) disfrutando del desayuno, probando desde frutas y chipá hasta huevos revueltos y caviar, con la única "preocupación" de decidir qué jugo tomar o qué actividad haríamos por la tarde. Nada podía salir mal.
Entonces escuché desde el fondo del restaurante un grito desesperado: "¡Help!" Era una mujer de rasgos asiáticos. Y en el piso, inconsciente, un turista estadounidense de aproximadamente 65 años, con un cuerpo grande, rodeado de gente que se había acercado a ayudar. Mi hija, estudiante de medicina, me susurró: "Mamá, no vas a ir, ¿verdad?". Pero ya sabía mi respuesta: "¡Por supuesto! Y me acompañás".
Temí que fuera una muerte súbita, así que mientras caminábamos a paso rápido hacia el hombre empecé a preguntar a los camareros si tenían desfibrilador a mano, estetoscopio, guantes… Me respondieron que no. Me pareció increíble, pero me preparé para intervenir con los recursos disponibles.
Me presenté como médica y aunque no tengo un inglés fluido pedí en ese idioma que abrieran espacio y que nos dejaran actuar, mientras desde el hotel llamaban a un Servicio de Emergencias. No había otro médico o profesional de la salud en el lugar. El turista estaba sudoroso y pálido.
La pareja, sentada a su lado, lloraba desconsolada: estaba convencida de que había fallecido. Le desabroché un botón de la camisa y antes de comenzar las maniobras de reanimación cardiopulmonar le tomé el pulso. Y lo encontré. Era un pulso filiforme, tenue, casi imperceptible, pero evidente. Miré a la mujer y la tranquilicé: Your husband is OK. Take it easy ["Su esposo está bien. No se preocupe"].
Pregunté a la mujer su nombre y el de su esposo para poder dirigirme a ellos de una manera más empática, más humana. El hombre empezó a reaccionar lentamente. De la evolución clínica y del interrogatorio a la mujer pude hacerme una impresión diagnóstica: era una simple lipotimia o un episodio sincopal, producto quizá del tratamiento farmacológico para la presión arterial que había tomado en la mañana, a lo que podrían haberse sumado el calor reinante, el gran desayuno o la falta de sueño. Solo levanté sus piernas. Me aseguré de que el área estuviera despejada para que el paciente pudiera respirar bien. Y aunque los camareros y otros turistas traían para ofrecer vasos de agua o sobres de azúcar, decidí que no era buena idea: no sabía si la persona estaba en condiciones de tragar, por ahí se terminaba ahogando o aspirando.
Cuando llegó la ambulancia con un enfermero, 10 minutos después, el hombre ya estaba plenamente consciente. Le tomaron la presión arterial y en efecto, los valores eran bajos, alrededor de 50 mm Hg de diastólica y 90 mm Hg de sistólica, algo así. El gerente del hotel sugirió que por protocolo el turista tendría que ser trasladado al hospital y eventualmente hospitalizado. Pero el hombre lo rechazó de plano. Yo apoyé su postura: entendí que no había riesgo de muerte y señalé que ningún paciente puede ser atendido u hospitalizado en contra de su voluntad. Así que volvió a su habitación para reponerse.