¿Por qué no llevarlo a la Rotonda?
Héctor de MauleónTres hombres lo encontraron muerto. Lo que se sabe es esto: que durante todo al año depositaba 50 centavos cada día en una alcancía. Que el 20 de diciembre de 1912 la rompió, y comenzó a beber. Bebió tequila durante un mes.
El 20 de enero, unos días antes del cuartelazo contra Francisco I. Madero, murió de enteritis aguda.
Ningún diario dio noticia de su fallecimiento. Julio Sesto, el brillante cronista del porfiriato y de sus años inmediatos, no lo incluyó en uno de los libros más sobrecogedores de la literatura mexicana: “La Bohemia de la Muerte” (1929), el “anecdotario pintoresco” de cien artistas mexicanos que murieron en la pobreza y en el abandono.
En ese desfile de sombras está, por ejemplo, Pedro Escalante Palma, conocido como Pierrot, el célebre humorista que terminó convertido “en un despojo social y un despojo periodístico”, y que acabó sus días víctima del alcoholismo, aferrado a un poste en una calle del Centro, luego de entregar en El Universal su último, aplaudido artículo.
Hay en ese libro un centenar de artistas que terminaron sus vidas “con todos los crepúsculos violáceos del infortunio”: Manuel Acuña, Julio Ruelas, Ricardo Castro, Felipe Villanueva, Bernardo Couto, Manuel H. San Juan, “que se quedó muerto en un banquete al pronunciar un brindis”… Ahí está también el gran músico Juventino Rosas, a quien “hasta el mar le aplaudió”.
Pero no aparece José Guadalupe Posada.
José Guadalupe Posada, el autor de uno de los dibujos más hermosos, más difundidos, más repetidos del arte mexicano. La Catrina, que antes de su irrupción en el universo cinematográfico a través de la saga de James Bond, se había convertido, desde los años 20, en icono de la posrevolución y en una de las mayores críticas a la dictadura de Don Porfirio: la elegante catrina fifí, en un país que, esqueléticamente, moría de hambre.
Esos tres amigos lo llevaron a una tumba de sexta clase, la más barata, en el panteón civil de Dolores. Es inútil que vayan a buscarla. Nadie reclamó sus restos y a los siete años fueron enviados a la fosa común.
Solo existen dos fotografías suyas. La más famosa lo muestra a las puertas del taller del impresor Antonio Vanegas Arroyo, en la actual calle de Moneda.
Años más tarde fue descubierto como una de las voces más geniales y más críticas de su tiempo. La poca información que existe sobre su vida la proporcionó uno de los hijos de Vanegas Arroyo: el hombre que vivió y murió oscuramente en una vecindad del centro había lanzado a la calle miles de ingeniosos grabados que lo contaban todo: los crímenes, las desigualdades del porfiriato, las batallas de la Revolución, los grandes escándalos sociales, las tragedias naturales, la vida cotidiana de los mexicanos.
Acabó en la fosa común, junto a todas esas calaveras que él nunca llamó “catrinas” —su dibujo más célebre, publicado de manera póstuma llevó por nombre “La Garbancera”—, las cuales lo acompañan desde entonces en la más profunda oscuridad.
Nadie sabe dónde están los restos de José Guadalupe Posada. Desde 2017, el Congreso de Aguascalientes —donde el artista gráfico nació en 1852— solicitó que se inscribiera, con un cenotafio, en la Rotonda de las Personas Ilustres.
Las autoridades del panteón civil han secundado varias veces dicho llamamiento, mediante el envío de inútiles solicitudes al Consejo Consultivo que depende de la Secretaría de Gobernación.
Pero en los “momentos estelares” que vivimos, donde la importancia que se da a la cultura queda expresada en el nombramiento y la trayectoria de ese fantasma del gabinete que es la nueva secretaria de Cultura —de la secretaria de Gobernación, mejor no hablemos—, no hay espacio que permita llevar a Posada a la Rotonda en la que desde 1876 son celebrados algunos de los mexicanos cuyo legado los ha hecho ilustres: Altamirano, Siqueiros, Diego Rivera, Amalia González de Castillo Ledón, Julián Carrillo, Alfonso Reyes, Rosario Castellanos, Sor Juana, Alfonso Caso, Clavijero, Flores Magón, Gómez Farías, Agustín Lara, López Velarde, Pablo Moncayo, el Dr. Atl, Ignacio Ramírez, El Nigromante, Torres Bodet, José María Luis Mora, Vicente Riva Palacio…
Aún se recuerda esa noche en la que el delegado de Miguel Hidalgo, Víctor Hugo Romo, concedió permiso a una actriz, que de ilustre no tiene nada, para celebrar su cumpleaños en la Rotonda.
Fue el pintor Jean Charlot el primero que en los años 20 del siglo pasado llamó la atención sobre la importancia del legado de Posada. En los años 40 de ese siglo Diego Rivera incluyó a “La Garbancera” en el mural del Hotel del Prado, “Sueño de una tarde dominical en la Alameda”, y la llamó, por primera vez, “La Catrina”.
Carlos Monsiváis coleccionó durante 40 años la obra de Posada y fue el verdadero inventor de su mitología. Fue él quien dijo que Posada, a través de miles de hojas volantes, ilustró y concientizó a los desprotegidos que no tuvieron acceso a la letra impresa. De alguna manera, durante el medio siglo de su actividad pública, Posada fue uno de los grandes encargados de informar mediante el ingenio, mediante la risa y la burla.
En 1943, Leopoldo Méndez le rindió un homenaje en Bellas Artes: fue el momento en que el artista gráfico quedó definitivamente consagrado.
Hace dos años, en plenos momentos “estelares”, se cumplió un siglo de su fallecimiento. Las peticiones para llevarlo a la Rotonda han llovido desde entonces y duermen en el escritorio de nuestros burócratas.
¿Por qué no llevarlo a la Rotonda?
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