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Las utopías vienen en diferentes tamaños

Lorenzo Meyer
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Tiene razón, toda la razón, Enrique Semo: sin utopía no hay idea de porvenir y hoy por hoy la izquierda carece de una gran visión de futuro que la unifique a nivel global (La Jornada, 24/02/25). La derecha tampoco cuenta con una que le señale cuál es el camino que debería seguir para llegar a un arreglo político que colme sus deseos de acumulación de capital y que, a la vez, sea aceptado como legítimo y atractivo para las mayorías. En fin, que en realidad ni izquierda ni derecha tienen clara la naturaleza del sitio al que idealmente pretenden arribar.

Pese a lo anterior y para no caer en un inmovilismo se puede argumentar que si bien, y por ahora, la gran UTOPÍA con mayúsculas de la izquierda está por reconstruirse, ese espacio lo pueden ocupar algo que podrían llamarse utopías o proyectos de futuro de menor calado, modestas. Se trata de utopías menos utópicas, pero que de todas maneras son metas parciales o piezas del rompecabezas de un futuro distante pero que marcan rutas para quienes insisten en que la mera prolongación del presente solo puede dejar satisfechos a los muy pobres de espíritu.

La gran visión del futuro construida por la izquierda en los dos siglos pasados giró alrededor de la idea de una revolución mundial anticapitalista de las clases sociales que no tenían nada que perder salvo sus cadenas. La revolución abriría las puertas al socialismo y sólo desde ahí se podría vislumbrar cómo podría ser un mundo sin explotación y donde quedasen satisfechas las necesidades materiales de todos en un ambiente libre de imposiciones autoritarias. Esa utopía implicaba el verdadero fin de una historia, la larga y dura historia de la lucha de clases, pero también sería el inicio de la verdadera historia humana, caracterizada por la solidaridad social y el desarrollo pleno y libre de las potencialidades de todos y cada uno de los miembros de la comunidad universal.

Esa visión que inspiró y sostuvo a muchos movimientos revolucionarios de izquierda se desvaneció junto con la Unión Soviética. A partir de entonces cada movimiento de izquierda ha ido construyendo diferentes propuestas sobre un porvenir cercano y local pero posible donde si bien las contradicciones de clase no desaparecerán, sí se podrán atemperar y la vida social podía ser menos áspera y más solidaria de lo que es ahora.

Desde esa perspectiva menos utópica podemos imaginar que, en el caso de México, es posible llegar a dar una lucha efectiva contra la corrupción endémica. Ningún sistema político realmente existente está libre de corrupción, pero nuestro país ha destacado por haber llegado a grados muy superiores a la media. Por tanto no es pedir lo imposible tener como meta una utopía modesta: arribar a un estadio donde la corrupción quede bajo control. Y un razonamiento similar puede extenderse a los campos de la salud y de la educación públicas y donde sus beneficios no dejen fuera a ningún sector de la población, por pobre que sea.

En fin, la lista de lo que puede entrar dentro de las pequeñas utopías a perseguir desde la izquierda es larga pero lo importante es que si bien y por definición la utopía es un lugar y un arreglo social que no existe en ninguna parte, sí es posible imaginar situaciones donde nos acerquemos a ella vía el mantenimiento y perfeccionamiento de un sistema político donde la democracia que hemos logrado hasta ahora se perfeccione. Y es en este último punto donde hay problemas inmediatos no sólo internos sino externos, pues el mundo político y económico internacional en el que hoy se desarrolla el proyecto nacional mexicano, y que condiciona su porvenir cercano, se está complicando para las visiones progresistas.

Y es que a querer que no el contexto internacional de México lo dominan casi por completo unos Estados Unidos que parecieran estar entrando en un proceso de cambio rápido -un blitzkreig- de derechización y que afecta no solo a sus procesos internos, sino también a los países que están en su zona de influencia, como el nuestro. Cada vez es más claro que incluso el respeto meramente formal a los principios de igualdad y soberanía entre los estados nacionales significan hoy muy poco para la gran potencia de Norteamérica. Soberanía e igualdad jurídica entre los miembros de la comunidad internacional siempre fueron relativos por lo que respecta a los países débiles, pero hoy parecieran tan relativos como en las épocas doradas de la expansión de los imperios coloniales. Esfuerzos como los de la Sociedad de Naciones primero y de Naciones Unidas a partir de la 2ª postguerra mundial que buscaron construir un orden mundial basado en el respeto a la soberanía de todos países, simplemente han fracasado o casi.

Los supuestos que dieron lugar al Tratado de Libre Comercio entre los países de la América del Norte (TLC y TMEC) ya no parecen interesarle a unos Estados Unidos dispuesto a adoptar el proteccionismo para alentar su reindustrialización, pero en cambio está bien dispuesto a usarlos para presionar a México a adoptar las prioridades y razonamientos del Washington de Donald Trump, que en materia de migración y combate a la oferta de drogas prohibidas por parte del crimen organizado mexicano simplemente no considera su propia responsabilidad en el problema: la demanda de los consumidores de las drogas y la oferta de armas norteamericanas a nuestras organizaciones criminales.

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