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“La traición de Múnich”

Jean Meyer
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Hace unos días, el embajador de la república checa, Tomas Hart, evocaba esa justamente llamada “traición” ocurrida en septiembre de 1938. Con la esperanza de evitar una segunda guerra mundial, los dirigentes ingleses y franceses decidieron “apaciguar” a Hitler que amenazaba con atacar a Checoslovaquia si no le entregaba sus provincias pobladas con germanohablantes. Se sentaron a la mesa Hitler, Chamberlain y Daladier, bajo la presidencia del “mediador” Mussolini; ausente, el presidente checo Benês. “Apaciguaron” al Führer abandonando a su aliado checo y Chamberlain, radiante, anunció que la paz estaba garantizada por una generación. Seis meses después, las tropas del Reich entraron a Praga y Checoslovaquia fue borrada del mapa. Once meses después, el pacto germano-soviético permitió la invasión de Polonia. Así empezó la segunda guerra mundial, brillante resultado de la traición de Múnich. Por cierto, el embajador Tomás Hart recordó que treinta años después de Múnich 38, los tanques soviéticos entraron a Praga y pusieron fin a la “primavera checa”.

En febrero de 2025, en Múnich, en la mal llamada “Conferencia de Seguridad”, el vicepresidente estadounidense J.D. Vance anunció el inicio de la nueva Traición. Ahora se trata de “apaciguar” a Vladímir Putin, obligando a Ucrania a renunciar a sus provincias que Moscú nombra “Nueva Rusia”, invocando el argumento de la lengua: donde se habla ruso, está Rusia. (Paréntesis: con el argumento de la lengua, Donald Trump dice que Canadá es suyo) Serhy Prytula, director de una ONG ucraniana, opina que “cuando Donald Trump y Vladímir Putin se hablan, es la demencia americana que habla a la demencia rusa. Nada bueno puede salir del diálogo entre estos dos viejos”. Dementes o no, viejos o no, los dos invocan a Dios y se dicen amigos. Putin dijo que, cuando supo del atentado contra Trump, fue en seguida a su iglesia, habló con el sacerdote y rezó por él; “no porque podría ser el presidente de los Estados Unidos, sino porque compartimos amistad de modo que rezaba por mi amigo”.

¿Se puede esperar algo bueno de las discusiones trianguladas entre estadounidenses y rusos, por un lado, estadounidenses y ucranianos por el otro? ¿Se puede esperar algo? Hasta ahora, mucho ruido, pocas nueces y Trump reconoce que su amigo “parece arrastrar los pies”. Putin, convencido, justamente convencido de su superioridad estratégica, en ese tufo a Múnich 38, no cede nada y pone sus condiciones. Como preámbulo a cualquier tregua, por más parcial, más breve que sea, exige el levantamiento de las sanciones económicas. ¿Cómo pueden Trump y sus sirvientes creer, como Chamberlain, en la buena fe del agresor? Obviamente no les importa la negación reiterada por Putin de la identidad ucraniana y no se dan por enterados de su odio obsesivo del “Occidente global”, de su resentimiento contra la valiente Ucrania, del parecido que su “Mundo ruso” tiene con el “espacio vital”, Lebensraum, nazi. Quiere que todos los países del difunto Pacto de Varsovia soviético, las ex “democracias populares”, o sea toda Europa central y oriental, salgan de la OTAN. Piensa realizar su sueño, dado que Trump, Vance y Compañía consideran a la OTAN como un lastre inútil; para ellos, sólo cuentan las tres grandes potencias: EU, Rusia y China. Una segunda traición de Múnich llevaría a la concordia con Rusia y sería el inicio del reparto de sus respectivas esferas de influencia. Piénsenlo: Trump reclama Canadá, Groenlandia, el canal de Panamá, para empezar.

Los partidarios de un nuevo Múnich argumentan que Rusia nunca ha perdido una guerra. Nunca pierde, cuando se defiende en su territorio, contra una agresión injusta, es muy cierto; pero ¿cuántas derrotas históricas cuando él ha sido el agresor? En esa guerra contra Ucrania que empezó en febrero de 2014, Rusia es el agresor, invadió a un vecino que no lo amenazaba, violó su soberanía, negó su identidad, causó terribles sufrimientos, inmensas destrucciones y un sin número de muertos. En esas condiciones, ¿se puede esperar una paz verdadera y justa?

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