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Con la zalea de Cruz Azul y Pumas, América y Chivas ya bufan por la Trilogía del Odio

Con la zalea de Cruz Azul y Pumas, América y Chivas ya bufan por la Trilogía del Odio
AGENCIAS / EL TIEMPO
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¿Las mejores exhibiciones de ambos en lo que va del torneo? Sin duda. Por eso, quedarse sólo con la plenitud del marcador, del regocijo, de los tres puntos, y la estipulación brutal de la paternidad futbolística, es ver, con miopía crónica, el vaso medio vacío.

Porque ambos, América y Chivas, ya se miran con recelo y ansiedad para esa inevitable e inmediata Trilogía del Odio, de la fascinación, del morbo. Esa trilogía aún con las paginas en blanco, sin título, sin protagonistas, sin héroes ni antihéroes, acaso los humores insultantes del #ÓdiameMás ante la tierna y última trinchera del jugador mexicano, aunque ya fragilizado ese rancio y emblemático concepto tras la llegada de Cade Cowell.

Fue un Sábado de Gloria para el Rebaño y El Nido, cuando La Cuaresma apenas comienza con sus ascéticos ritos y rituales de frugalidad. Porque, queda claro, en tiempos de recogimiento espiritual, en un pueblo para el que la religión es su segundo opio, después del futbol, ahí, se perpetraron en ambas canchas, el Akron y el Azteca, todos los Pecados Capitales y capitalizables.

Si bien en el Azteca, América terminó con un marcador piadoso de 1-0, el VAR dejó cuatro sismos en la tribuna tan sólo en la riqueza del anecdotario de esta rivalidad con Cruz Azul, al anular esos cuatro goles por posición adelantada, cierto, bien maquinada y maquilada por La Máquina.

Compareció el tsunami amarillo en el primer tiempo, con un Julián Quiñones explosivo, un Diego Valdés como mariscal, un Alejandro Zendejas como maratonista táctico, y un Henry Martín de tremendo impacto estratégico, tanto, que obligó al reacomodo entre Lorenzo Faravelli y Charly Rodríguez.

Para el segundo tiempo, Cruz Azul tomó el control del balón, pero no del juego. América le cedió la pelota, pero no le concedió libertades. El encarcelamiento sobre Uriel Antuna y Carlos Rotondi fue la mejor expresión del sacrificio in extremis del americanismo.

Hasta que André Jardine decide ahorcar la mula de seises e ingresa a Kevin Álvarez y a Santiago Naveda, pero llevando al extremo inhumano de la fatiga a Jonathan dos Santos y a Álvaro Fidalgo, quien al terminar el partido se desploma y entrega su cuerpo a las convulsiones violentas de los calambres. El español dio otra versión épica del jugador insignia del América que besó la 14. ¿Jona? ¿Jimmy Lozano debe agendarlo para la Nations League?

Al final del juego, irónico, hasta parecía que no habían sobrevivido a más de 100 minutos de riña física y mental, porque se desataron empujones y encaramientos, iniciados, aparentemente, por Jonathan Rodríguez, a quien la cabecita se le ofusca y empuja violentamente por la espalda al técnico celeste Martín Anselmi. La sangre ya no llegó al río. América se la había bebido en el cáliz de la victoria.

Cierto: el silbante Óscar Mejía se tragó una roja para Charly Rodríguez y un penal para el América, por falta sobre Zendejas.

Más allá de la demostración del segundo tiempo, algo quedó claro: Cruz Azul, al menos, ya no necesita pañales cuando enfrenta a su Némesis de Coapa, como había pasado recientemente, incluyendo dos Finales. Anselmi le devolvió eso: pudor y coraje.

¿Y Chivas? Otra fiesta. Estadio rebosante. El supuesto mesías (Javier Hernández) en la banca, mientras los apóstoles, bajo el empuje de un sublime Piojo Alvarado y un rencoroso Alan Mozo, gestionaron en la cancha la superioridad sobre Pumas, con anotaciones de Cowell, el Pollo Briseño y el Pocho Guzmán, quien parece haberle perdido el miedo al área rival y al laboratorio antidopaje.

Y no puede hablarse de un concierto de errores de Pumas. Chivas lo rebasó, con futbol, con devoción, con un compromiso, que había sido inconsistente y tembeleque ante este tipo de desafíos. Para su ventura, Erick Gutiérrez se ve cada vez más sólido, con Fernando Beltrán, este sábado, más como cadenero de antro que como eslabón en ataque, sigue siendo la piedra angular de Chivas.

Y si en la cancha había espectáculo, en los balcones morbosos de la afición también. Chicharito entra a la cancha al ’88, más por complacer al alma de quinceañera de la muchedumbre, que por urgencias futbolísticas. El, alguna vez, hijo prodigio, llegaba como hijo pródigo.

No hizo nada Javier Hernández, excepto, claro, amedrentar a la zaga de Pumas, que le recetó dos repegones y lo mandó al césped. En dos jugadas a profundidad, reflejó que aún no hay entendimiento con el grupo. En uno de ellos, pica, marcando el pase, pero la pelota va al lado contrario; y en la otra acción, pica y frena, para pausar y esperar acompañamiento, pero el balón se pierde en el vacío.

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