El director Julián Hernández destaca los claroscuros en las películas que retratan a la comunidad, incluido el conservadurismo de los espectadores y el móvil que impulsa hoy a la industria
Hace más de dos décadas, mientras los cineastas Julián Hernández y Roberto Fiesco intentaban levantar su ópera prima, un alto funcionario del Instituto Mexicano de Cinematografía (Imcine) les aventó una frase lapidaria: “El Instituto no tiene por qué apoyar películas de maricones”.
La cinta, que titularían Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás acabarás de ser amor, y que meses después ganaría en la Berlinale el Teddy Bear al cine gay, contaba la historia de un chico que, al terminar su relación con otro joven, empezaba a vagar por la Ciudad de México.
“No me regodeo tanto con la frase (del funcionario), pero sí fue muy difícil hacer la película, no había dinero”, dice Julián. “Ahora, creo que ya habemos muchísimos que estamos haciendo cosas interesantes, hay gente en Guadalajara, en Monterrey”.
Julián es considerado un estandarte para el cine de diversidad. Cuenta con una filmografía de ocho largometrajes, entre ellos Rabioso sol y rabioso cielo (también ganador en Berlín) y Yo soy la felicidad de este mundo, así como varios cortos alusivos.
Apenas en el reciente Festival Internacional de Cine en Guadalajara presentó Los demonios del amanecer, en la que sus dos protagonistas masculinos se enamoran tras conocerse en el transporte público.
La película, junto con La huella de unos labios, en la que dos jóvenes coinciden en un rodaje y luego hay sueños de deseo, se presenta ahora en el certamen Mix de la Ciudad de México, que concluye el 28 de junio.
Y aunque acepta que hay más producciones con temática gay, alerta sobre algunas que sólo ponen personajes de la comunidad para tener etiqueta LGBT+.
“Hay una conciencia de productores y plataformas de que hay que incluirlo porque reditúa. Por eso algunas cosas que vemos es sólo para contentarse con: ‘puse dos homosexuales, tres lesbianas y cumplí cuota’, cuando en realidad todo debe ser más profundo, cuidar qué hacen y qué dicen los personajes”, expresa.
La historia se repite
¿Y el público ha respondido? Sí, comenta, pero también señala que en esta década se ha visto una suerte de conservadurismo entre los espectadores.
“Vamos como en una ola: a veces llegamos a lugares donde todo está padre y de pronto hay como un bajón donde el público empieza a decir que no quiere tanto eso (temática LGBT+), para luego subir de nuevo. Sin generalizar, volvemos a un conservadurismo.
“En 2015 dije: ya retraté en jóvenes gays a profesionistas que estudian, que trabajan, que su familia los apoya, que no tienen mayores broncas salvo quizás ellos mismos, pero era momento de decir que también nosotros tenemos partes oscuras, somos una dualidad, de decir que también las aplicaciones existen y que también se busca sexo por ahí”, comenta Hernández.
Con eso en mente filmó La huella de unos labios y, dice, le fue como “en feria”, pues lo señalaron de estereotipar a la comunidad LGBT+.
“Y dije: por supuesto, ‘es una ficción’. Pero es cierto que hay cosas que sí estamos queriendo ver, como esto de las disidencias: los trans masculinos o los trans femeninos, mientras que hay otras cosas que aún queremos ocultar”, indica el realizador.
Un rebelde
El camino del realizador, que en su adolescencia deseaba ser cantante, no ha sido fácil.
Incluso durante el primer año en la escuela de cine del CUEC (hoy Escuela Nacional de Artes Cinematográficas o ENAC, de la UNAM), un profesor le vaticinó que jamás podría hacer una frase cinematográfica que funcionara.
“Sentí mucho desprecio de su parte, decía cosas horribles. Y me volví un rebelde ahí mismo porque quería filmar en blanco y negro, pero sí reconozco que nunca hubo freno para contar las historias que yo quería”, comenta.
Ahí, junto con Fiesco, con quien prácticamente han rodado de manera independiente para luego buscar fondos públicos, delinearon lo que deseaban hacer.
“Queríamos hablar de jóvenes que se parecieran a nosotros, de sexualidad, de quitarle (a la comunidad gay) toda esa aura del peinador, de ser el amigo de la protagonista que sufre, al que golpean en la cuadra. Era hacer algo que se acercara más a lo que nosotros vivíamos y habíamos visto, que no había sido sencillo, pero tampoco así el drama permanente de sufrimiento, desprecio y homofobia”, detalla Julián.
Y ha valido la pena, señala. Precisamente en Guadalajara se le acercó un chico que había visto El cielo dividido, uno de sus filmes, cuando tenía 16 años.
“Me dijo que al salir de verla, le fue a decir a su mamá lo que era y ella lo felicitó. Y ya con eso ha valido todo. Como dice Fiesco, todos los cambios que vemos son resultado de muchas cosas, no sólo del cine”.