"Cada gota de sangre vale la pena", dice con el rostro sanguinolento Fly Star, El Diablo, bajo un desgastado y percudido ring de la Zona 23 Lucha Extrema, en donde los candados y llaves populares de la lucha libre son sustituidos por sangre, alambres de púas y piromanía, en un deshuesadero en Tlalnepantla, Estado de México.
En el escenario en la colonia Ciudad Labor, sobre la avenida López Portillo, de lunes a sábado se venden autopartes y refacciones para coches y motos, pero los domingos que hay cartelera, pasa a ser un coliseo donde los gladiadores dejan sudor, alma y, literalmente, la piel sobre el cuadrilátero.
"Cada pinche gota de sangre vale un chingo la pena. La gente me pregunta por qué hago esto si me lastimo y sí, aquí he tenido lesiones fuertes, pero la lucha extrema, esto que ves, es mi vida", dice El Diablo, luchador y licenciado en Derecho.
Desde la cabina o sobre el toldo de viejos tráileres, fanáticos de la lucha extrema de todas las edades, a los que los combates tradicionales ya no los satisfacen, esperan ansiosos la salida de sus ídolos.
Unos beben cerveza, otros se cubren del sol, hay niños que comen frituras o tortas de jamón en bolsas de papel de estraza café mientras, muy atentos, aguardan sobre montones de carrocerías chatarrizadas el momento en el que el sonido local anuncie la primera lucha.
"Me encanta la violencia. Vengo a ver sangre y destrucción. Me encanta cuando se suben a los camiones y se desmadran, una vez al [luchador] Black Terry le abrieron el cuello y no quiso que detuvieran la lucha, así es esto", aseguró Melissa Castelán, aficionada a este deporte.
Cuando ese momento llegó, por los altoparlantes sonó "Born in the U.S.A.", de Bruce Springsteen, mientras el DJ presentaba la contienda internacional. "En una esquina" a Phoenix Kid, combatiente estadounidense que se enfrentaría al mexicano X-Dragón, quien "en la otra esquina" organizaba una porra con la fanaticada que frenética coreaba: "¡lucha extrema, lucha extrema!".
Las sillas desplegables, esas que se ven en las fiestas populares de XV años, cercanas al ring y delimitadas por un cordón de plástico amarillo con letras negras que llevaban la palabra "peligro", comenzaron a desocuparse, pues los protagonistas del combate abandonaron el cuadrilátero después de un par de llaves y piruetas lanzadas desde la tercera cuerda, y bajaron a buscar tubos, sillas, botellas de vidrio y hasta un parabrisas que sirvieron para causar daño físico a su respectivo rival; en tanto, los aficionados que se cuidaban de llevarse un golpe, documentaban con sus teléfonos celulares la pelea en la que resultó ganador el local.
Así pasó la jornada dominical, con luchas en las que los gladiadores para infligir daño a sus rivales usaron tablones en llamas, llantas, botellas rotas de cerveza y hasta parabrisas.
"Este ambiente es inigualable, la gente podría pensar que es un ambiente malo porque no lo conoce, pero es un ambiente bueno, independientemente de la lucha, nos respetamos y disfrutamos la lucha libre que nos da una buena camaradería", aseguró la señora Blanca Estela Camacho, aficionada desde hace 50 años, y conocida en "el ambiente luchístico", como Mamá Lucha.
En cada contienda resaltó la euforia del público y de los deportistas que, al final de la jornada dominical en la que se llenaron de emociones, olvidaron sus problemas por algunas horas. Algunos cansados, otros tantos cansados y borrachos, afónicos o felices, pero todos con la sensación de que, por lo menos hasta la próxima fecha de lucha extrema en el deshuesadero de Zona 23, tendrán que tratar de no olvidar esa tarde y aferrarse así a la triste realidad de la vida común.