Suman más de 2 mil las víctimas fatales del movimiento telúrico del viernes
Tafagajt, Marruecos. De entre unos escombros interminables de adobe y vigas redondas de madera, retorcidos y silenciosos, desperdigados en lo alto de una montaña salpicada de olivos, aparece Rachida encorvada. Esta mujer morena, de unos 50 años, desiste de buscar.
- ¿Qué buscaba allí?
- A mi padre.
Y rompe a llorar, y se abraza y no puede parar. Su padre Brahim está debajo, está muerto, asegura. El único sonido que sale de los escombros, que configuran un camino continuo encadenando una casa con otra, es el lamento de una cabra atrapada con una viga, cada vez más distante y distanciado.
Su padre, Brahim, vivía en Tafagajt, una tranquila aldea situada a pocos kilómetros del epicentro del terremoto que el pasado viernes sacudió varias regiones de Marruecos. En realidad, de Tafagajt hay que hablar en pasado, porque ya no queda nada. Todos los edificios -alrededor de cien- han caído, solo pervive algún muro solitario aquí y allá. Y con ellos, sus habitantes.
Hassan, un vecino, dice que en la aldea había unos 400 vecinos. El terremoto sepultó a un centenar, uno de cada cuatro. No hay familia a la que la tragedia no le pegue de lleno.
"Ya no tengo nada", dice Rachida inconsolable junto a una vecina con su marido en el hospital. Han parado de intentar encontrar a Brahim. "Está ahí debajo", resume mirando hacia una zona de escombros con una pared en pie.
A pocos metros de ellas, en un pequeño descampado al lado de otro edificio derruido, el ritmo es frenético. Junto a unas tumbas antiguas, una veintena de hombres cavan, pala en mano, nuevos agujeros para dar sepultura a los cadáveres. Construyen una hilera de agujeros alargados y, en paralelo, espera otra fila de cuerpos envueltos en mantas y sudarios. En un extremo, pequeños grupos de mujeres, hombres y niños se consuelan bajo un árbol. Se abrazan, lloran, miran sin ver.
El dolor pesa. Lo resume un chico austríaco que ha ido desde Marrakech a ayudar y carga piedras cogidas de los escombros para conformar la sepultura. "Muy intenso", dice entre paseo y paseo, mientras al fondo una mujer grita "¡Mi padre! ¡Mi padre!" aferrada a un cuerpo, junto a sus dos hermanos. Es el próximo en ser enterrado.
A Tafagajt se llega por una carretera de tierra blanca que asciende una montaña desde el pueblo de Amizmiz, de 14 mil habitantes, donde todos saben que ahí arriba han muerto muchos, aún cargando con su propia muerte. Decenas de personas del pueblo vecino han fallecido también y el centro de salud está desbordado de heridos y cadáveres.
En Tafagajt, sus habitantes vivían como podían de la ganadería y la agricultura de subsistencia, explica Hassan, pero hay sequía y los olivos no dan aceitunas. "Tenemos tres horas de agua al día de un pozo que construyó el ayuntamiento", afirma.
Ahora cuentan además con el camión cisterna que ha traído el Ejército marroquí, cuyos soldados buscan rastros humanos entre el adobe caído y reparten comida.
De alguna manera, se da por sentado que no puede haber más supervivientes, pero al salir del pueblo un grupo de tres mujeres gritan "¡Salam aleikun!" varias veces hacia un pequeño hueco entre los escombros de una casa grande totalmente colapasada.
- ¿Hay alguien entre las piedras?
- Quién sabe.