Vivió hasta los cincuenta años y murió hace quince, Hoy habría cumplido los 65.
El final fue abrupto pero a pesar de tener cincuenta años nadie que conociera la historia de su vida, y principalmente de sus últimos años, pudo decir que fue prematuro. Michael Jackson se alejó tanto de la realidad que al final salió de ella. Su vida fue un descenso irrefrenable. Como si hubiera entrado en arenas movedizas: al principio parecen inofensivas, solo una detención en el camino, pero el hundimiento se torna inexorable y progresivo. A cada segundo la situación empeora. A la vista de todo el mundo. Un mundo que no quiso verlo, que no quiso darse cuenta.
Nació el 29 de agosto de 1958 en Gary, Indiana, una ciudad industrial en el área metropolitana de Chicago, en el seno de una nutrida familia: fue el octavo de diez hermanos. Cuando murió, el 25 de junio de 2009, era una de las personalidades más populares del planeta. En la sala de emergencias del hospital todos sabían quién era el paciente recién muerto. Cualquiera de ellos hubiera podido completar la información personal que requiere el certificado de defunción sin buscar sus documentos personales. Tal era el tamaño de su fama. Sin embargo si el mismo cadáver hubiera pertenecido a otra persona, no hubiera sido sencillo para los médicos responder preguntas básicas sobre el paciente tales como sexo, raza o edad.
Sobre esa camilla estaban los restos del fenómeno pop más grande del siglo XX. Otro cadáver como el de Elvis Presley (el rey del rock) devastado, grotesco, arrasado por la fama, las presiones, la locura y los excesos. Jackson estaba muy flaco, con implantes de pelo que laceraban el cuero cabelludo, con un hueco negro e informe donde debía estar la nariz, sin la prótesis que solía usar, se veían los cartílagos que impresionaban.
La noche anterior a su fallecimiento había sido una gran noche. La incertidumbre de varios meses (hasta de años) parecía despejarse. Había podido hacerlo. Había superado sus fantasmas, se sentía poderoso de nuevo. Podía cantar, podía bailar. Los presentes, unos pocos privilegiados, quedaron deslumbrados. Michael Jackson había vuelto. Ese ensayo de más de tres horas con el repaso completo del repertorio, con prueba de vestuario y de los efectos definitivos salió casi perfecto. El equipo de trabajo no podía creer que quien estaba sobre el escenario era la misma persona endeble y asustadiza que una semana atrás se mostraba confundida, a la que le costaba retener las letras de sus propias canciones.
El último intento por volver, por regresar a la cima terminaba antes de empezar. Todavía faltaban tres semanas para el inicio de su serie de cincuenta conciertos en la O2 Arena de Londres en los que pensaba batir todos los récords conocidos. Hacía muchos años que esperaba ese momento. Los escándalos, las gravísimas acusaciones judiciales, las deudas monstruosas e incomprensibles (se dice que ascendían a 500 millones de dólares), las malas decisiones artísticas habían hecho que Jackson perdiera su lugar de relevancia en la mundo de la música.
La oferta inicial fue para presentarse en veinte shows consecutivos. Jackson aceptó pero puso una condición. Los shows debían ser 31, diez más de los que había hecho Prince en el mismo estadio. Otra vez el rancio entuerto, la antigua rivalidad de los ochenta. Pero apenas se pusieron las entradas a la venta, la expectativa superó todos los cálculos. Jackson aceptó hacer cincuenta shows pero puso dos condiciones. Detalló cómo deseaba que fuera la mansión londinense en la que se alojaría y que se organizara un evento especial para que el Libro Guinness de los Récords le entregara un reconocimiento por la cantidad de presentaciones.
Una vez firmado el contrato Michael Jackson llamó a viejos conocidos. A aquellos que habían dirigido y manejado sus shows de fines de los ‘80 y principios de los ‘90. El casting de bailarines convocó a más de cinco mil aspirantes. Tenían previsto gastar doce millones de dólares en la etapa de preproducción y ensayos. Para fines de junio de 2009, para el momento en que Jackson murió, los productores habían invertido más del doble: 25 millones de dólares.
En un mundo de megalómanos como el del espectáculo, él era el rey de los megalómanos. Todo en su vida era exceso. Se relacionaba con las personas, las cosas y las actividades casi exclusivamente de manera patológica. Y todo lo referido a Michael Jackson, todo aquello que no fuera su música exudaba un aire a tristeza irremediable, irremontable. El rey del pop y el rey de la desolación. Pocos días atrás circularon las fotos de su habitación el día de su muerte. Decenas de frascos del anestésico quirúrgico, miles de comprimidos de sedantes y analgésicos, fotos de niños y una rara muñeca con aires macabros.