No es la primera vez que nos lo dicen, pero la diferencia está en las palabras. Las palabras, bien acomodadas, son como golpes, o como balas.
El conductor del Uber, como todos los demás, pudo ocupar una frase cualquiera para decirnos que el San Salvador de ahora no se parece en nada al que era antes, hace unos años, un terreno dominado por las pandillas. Pero el conductor, que ha identificado nuestro acento y trata de hablarnos con los mexicanismos que le aprendió a su esposa cuando vivían en los Estados Unidos, nos dice que en esa calle, justo afuera del Polideportivo El Polvorín, ocultos en la oscuridad, hace unos años nos habrían quitado hasta la ropa, que nos habrían ido llevando por los callejones que suben por la loma, hasta quitarnos todo, lo que vale y lo que no.
Los taxistas de San Salvador cuentan su relato
La cruda imagen que proyecta con su relato se cruza por momentos con el reflejo de sus ojos encendidos que nos miran a través del espejo retrovisor, unos ojos bien abiertos, atentos a nuestra tolerancia al horror. El tono encandilado con el que habla y la velocidad de sus palabras nos dejan claro que no parará en su viaje al pasado, y nos habla con la intensidad del que estuvo en la escena del crímen y vio cosas que no quería ver y lo cuenta para desprenderse de eso. Mientras avanzamos por la periferia de las colonias, algunas más oscuras que otras, sigue contando historias de gente extorsionada y asesinada por no pagarle a los mareros, como les dicen acá, el derecho de piso que pedían. Es algo natural pisar esos terrenos y echar a volar la imaginación.