"Cambio de agonía como de vestido. No le pregunto al herido cómo se siente, me convierto en el herido…”, dice el buen parafraseo de León Felipe a Walt Whitmam. Y lo que ocurrió en Ciudad Juárez hace ya dos semanas, nos da para mudar de prendas el año entero.
Después de ese 27 de marzo, poco han hablado los correspondientes Francisco Garduño y Marcelo Ebrard Casaubon. Pero, lo que grita, y desesperadamente, son cada una de las historias que van entretejiéndose en líneas de ferrocarril y ampollas en los pies.
El incendio en Juárez golpeó a todo México. Enluteció a toda América Latina y debió, espero, centrar la atención en la complejidad del proceso migratorio.
Desde mi casa editora, la tragedia me hizo respirar aires de 2008, en una bodega enorme, recostado en una colchoneta con vista exclusiva a láminas y arrullos de tren.
Previamente, había partido de casa, como todos los que ahora me acompañaban. Había comido, despedido a mi familia y duchado. Pero, a diferencia de ellos, mi traslado no fue un calvario.
En ese momento lo pensaba, al tiempo que veía sus rostros recios, con rasgos curtidos a la mala, y con una mirada que no ocultaba ni tristeza ni necesidad de pertenencia. Hombres duros, pero con sensibilidades a tope. Silbatos de tren y llanto.
Afuera de la bodega otros cuantos platicaban. Contaban vidas y compartían consejos y experiencias. Aunque era parte del plan, no quise ni intentarlo. De inmediato notaron que yo sí era mexicano, por lo que no me quedó más que abrazar otras líneas de ideas y abrazarlos a ellos con toda mi patria.
Al día siguiente regresamos. En autobús. Con refrigerios y aire acondicionado. Lo que sentí en ese momento sería imposible expresarlo, pero agradezco enormemente a quienes me pusieron ahí, como la comunidad jesuita de la Ibero Torreón, a Esteban Cornejo, a Biga Salazar y al gran Jesús Torres, que inspiró el Centro para migrantes que lleva su nombre acá en La Laguna.
Agradezco también haber compartido siete países en una misma jornada. Dejar 20 pesos y traerme una lémpira que me enseña el valor del dinero, pero aún más, entender que migrar se siente como una traición a sí mismo, incluso cuando lo que los migrantes buscan realmente es todo lo contrario.
Cada año, solo en México, la cifra oficial marca hasta 500 muertes de migrantes, únicamente en su intento de cruzar la frontera con Estados Unidos, ya cuando su camino está prácticamente concluido. Pero, en esa ruta, son cientos más los que se han quedado en hechos como el incendio de Ciudad Juárez, masacres como la de San Fernando o el infierno andante de un vagón abandonado en Ojo Caliente, narrado con preciso dolor por el dramaturgo Hugo Salcedo en El Viaje de los Cantores.
Junto a los migrantes caídos, se rompen al mismo tiempo una historia personal, una familiar, una comunitaria y una trasnacional. También se abre otra que aquel viejo juglar español que cite al inicio podría describir como el más necesario acto de justicia.
Ojalá todos alguna vez puedan darse cuenta.