Dice Antonio Pérez, pediatra y director de la Unidad CRIS de Investigación de Terapias Avanzadas del Hospital Universitario de La Paz, que no es muy frecuente que adolescentes que tuvieron cáncer acaben estudiando Medicina: solo entran en la carrera “alumnos brillantes” y los tratamientos en plena época estudiantil complican mucho que puedan alcanzar las notas de corte. Lucía de la Torre y Jaime Fernández lo consiguieron. Ambos, tras ser tratados por el propio Pérez, cursan la carrera con el objetivo de ayudar a los pacientes que pasen por su situación con un punto de vista que les falta a muchos doctores: el de quien sufrió la enfermedad en sus propias carnes.
En un aula de la Universidad Autónoma de Madrid, donde Pérez imparte clases y Lucía las recibe (Jaime estudia en la Complutense) los tres reflexionan sobre lo que supone la enfermedad al comienzo de la vida y lo que significará que se gradúen. “Serán grandes profesionales que además han vivido la enfermedad. Se convertirán en investigadores que sabrán las necesidades tan importantes que hay y verdaderamente serán los grandes altavoces y quienes dará visibilidad a lo que necesitamos”, sostiene el doctor.
Y lo que necesitan, apostilla Lucía, es más apoyo a la investigación para que algún día se consiga la curación “del 100%” de los cánceres. “Sin investigación, yo ahora mismo estaría muerta. Si ves un accidente de tráfico, la gente se para a ayudar, pero no lo hace si no sabe lo que está pasando”, dice reclamando atención para fundaciones como CRIS contra el cáncer, que ha tenido mucho que ver con sus tratamientos.
El cáncer infantil no deja de ser una enfermedad rara, que en España presentan 14 de cada 100.000 niños. Pero es, a la vez, la mayor causa de mortalidad en la infancia y adolescencia (272 menores de 19 años fallecieron a causa de tumores en 2021, según el INE). La leucemia representa aproximadamente un tercio del total y, aunque la tasa de supervivencia a los cinco años en España es del 84%, según el último Informe del Registro Español de Tumores Infantiles, el pequeño porcentaje que recae tiene muy mal pronóstico: solo lo superan aproximadamente la mitad.
Las leucemias que sufrieron Jaime y Lucía fueron de las “muy, muy agresivas”, en palabras de su médico. A Jaime, que ahora tiene 20 años, se la diagnosticaron con 12, cuando “todavía no era muy consciente” de lo que suponía una enfermedad así. Tuvo una leucemia linfoblástica aguda “Philadelphia positiva”, una subvariante que supone alrededor del 3% de los casos de esta enfermedad. Aunque la terapia convencional fue bien, hace dos años recayó, para lo que le hicieron un trasplante de médula. Ahora está recibiendo un tratamiento de tercera línea (que se usa cuando ya han fallado dos).
Aunque la enfermedad cambió todo en su vida, hoy es optimista. Está convencido de que saldrá adelante, aunque tiene secuelas que ya son irreversibles. “Una de las cosas que me gustaría mejorar es hacer un seguimiento más cercano de los efectos secundarios. Yo tengo necrosis de cadera y hasta que me hice la resonancia y demás, a lo mejor pasó un año o más. No sé si se podría haber hecho algo, pero hasta que no te diagnostican no hay posibilidad de cambiarlo”.
Hoy Jaime puede hacer una vida casi normal, pero con limitaciones:
—No puedo hacer ningún tipo de deporte, pero sí caminar, aunque a veces se inflama y necesito muletas.
—Cuando te pongan la prótesis de cadera vas a estar mucho mejor y los dolores remitirán, tercia el doctor.
Pérez reconoce que hay todo un reto con las secuelas de los tratamientos. La medicina basa sus esfuerzos en conseguir que los niños sobrevivan, y en este campo ha habido un enorme progreso en las últimas décadas, pero el precio suelen ser efectos secundarios que acompañan a los pacientes durante el resto de sus vidas, que afectan más a las mujeres, y que a menudo quedan invisibilizados por las estadísticas de remisiones y supervivencias.
Lucía, que tiene 22 años, también considera clave el asunto de las secuelas. Seguramente porque le afectan directamente y le impiden hacer una vida como la de cualquier chica de su edad (tampoco puede, por ejemplo, hacer deporte). Como Jaime, recibió su diagnóstico de cáncer con 12 años: un osteosarcoma en el fémur distal derecho. Aunque el tumor desapareció con quimioterapia y cirugía, el tratamiento le produjo una leucemia aguda mieloblástica secundaria refractaria (que no responde a tratamientos convencionales) que apareció a los cinco años.
La salvó un trasplante de médula de su hermano. Pero, de nuevo, llegaron las secuelas. Sufrió lo que se conoce como “enfermedad injerto contra receptor”, habitual tras este tipo de intervención. En un principio la tuvo de forma aguda, con “diarreas constante de sangre, llagas en la boca y dificultad para tragar”. “Tomaba muchos corticoides, que dan hambre, pero como casi no podía comer, tenía mucha ansiedad”, relata. Luego se manifestó la misma enfermedad en forma crónica, con sarpullidos en la piel. Después de varios tratamientos consiguió controlarlos con una terapia experimental. “Ahora estoy bastante estable”, cuenta recién salida de un examen de Anatomía que le ha salido “muy bien”.