¡Pelé! Así lo conocen en todas partes, aunque ni él mismo sabe de dónde salió el mote o a razón de qué. Hoy la minúscula palabra forma parte de cualquier diccionario enciclopédico. Es catalogado como el rey del deporte más popular en todo el planeta. A la sombra del inusual e incomprensible sobrenombre, el talento de Edson Arantes do Nascimento dio forma al mito.
El único jugador en la historia con tres Copas del Mundo entendió, desde chavito, de dónde procedía la magia que lo ha transformado en sinónimo de futbol.
“Todo lo que soy se lo debo a Dios”, revela en su libro autobiográfico.
“Creer en Dios fue muy importante para la conquista del campeonato mundial de 1970”, añade Pelé en su verdadera historia, relatada por él mismo. De cuna humilde, Edson distinguió, a muy temprana edad, la frágil diferencia entre el éxito y el fracaso. Súbitamente experimentó la miel que otorga la gloria balompédica. La gente lo aclamaba, cual genio precoz. Dos semanas después falló un penalti decisivo y él cargó con la derrota. Pronto entendió cuán voluble es la tribuna y corta la memoria. La misma multitud que lo había aclamado días atrás, tras concederle trato de estrella inalcanzable, ahora lo abucheaba con rigor y sin miramientos.
A sus 17 años entendió que la clave era aprender a perder para resurgir y ganar la próxima vez. Aunque muy joven, el ídolo supo darle significado a cada tropiezo en la vida, no solamente sobre la cancha. Estaba convencido de que el Creador estaba detrás de cada enseñanza. Lo comprendió cuando, en la escuela, era castigado por la maestra debido a sus travesuras. La sanción más dura era ponerlo de rodillas sobre granos de frijol. Gracias a ello, dedujo el ídolo, años después, sus rodillas fueron fortalecidas. Pelé aterrizó, como en un cuento de hadas, en el Mundial de Suecia 1958. Aún sin la mayoría de edad, El niño genio que en aquel entonces maravilló al mundo.