K-Intangible Heritage, el vibrante festival de artes escénicas coreanas en el 50 FIC

El festival de artes escénicas, K-Intangible Heritage, organizado por el Centro Nacional del Patrimonio Inmaterial Corea del Sur, se presentó ayer en la explanada de la Alhóndiga de Granaditas, a las 20:00 horas, durante el 50 Festival Internacional Cervantino.

En el encuentro participaron compañías de baile de abanico (Kim Baek-bong Buchaechum), canto épico (Pansori), teatro itinerante (Namsadang Nori) y danza de máscaras de león de Bukcheong (Bukcheong Saja Noreum). 

De la escena al ritual

La función empieza con Pansori “Simcheongga”. Al fondo del escenario hay una pantalla en la que se reproduce un paisaje que se adentra en sí mismo. Dos hombres vestidos de negro tocan la batería. Una mujer tiene un sintetizador. La actriz principal lleva falda blanca y un vestido color vino.

Ella canta una historia de despecho y amor fallido. En la pantalla ahora se proyectan olas en movimiento, animaciones que recuerdan a los teatros de papel. Quizá para el ojo occidental, una mirada promedio, a lo que se representa en la escena no se le encuentran muchas comparaciones. Sería forzado, poco asertivo, comparar el espectáculo de Pansori con las piezas de cabaret o la música escénica de Kurt Weill. Pero a alguien podría ocurrírsele. 

Los paisajes siguen cambiando en la pantalla: montañas, lunas llenas, olas. La cantante / narradora, Seunghee Lee, tiene una larga cola de caballo y bordes  blancos en su vestido tradicional, una especie de kimono.

Narra. En la mano derecha lleva un instrumento parecido a un lápiz, una batuta o una baqueta. En el arte visual hay una choza detrás de una espiral en movimiento. El relato y el canto son una lamentación. Una hija murió y se debe cumplir un destino, un sino. “Todos los ciegos abren los ojos” se lee en el supertitulaje. También se escucha música tradicional, se ve un mandala proyectado al fondo, se reproducen canciones electrónicas. 

 

“Todos los animales ciegos abrieron los ojos a la vez y el mundo se llenó de luz”. Un beat cruza el aire y una flor gira en el centro de una espiral que avanza.

Luego entra, en escena, Bukcheong Saja Noreum con un mariachi coreano. Quizá las figuras que también toman la escena son dragones o demonios, perros, tigres. A cada uno lo manejan dos actores (uno escondido en la cabeza; otro, en la cola). Las pantallas delatan la identidad, son perros que bailan a cada extremo del mariachi. 

 

Los animales se arrastran, se lamen, se preguntan cosas en español. “¿Eres sirviente?” Niegan con la cabeza. ”¿Eres camello?” Y emulan las jorobas. El mariachi coreano pide aplausos y se extiende un letrero: “Corea y Japón, amigos por siempre”. Hasta luego, dice el actor. 

 

Sigue el baile. La pantalla proyecta una greca bicultural. 10 mujeres se esconden detrás de sendos abanicos; a la derecha, una hace lo mismo; a la izquierda hay dos. Los abanicos son grandes y tienen flores estampadas. El pelo de las actrices está amarrado en la coronilla.

Todas se levantan, bailan con lentitud. Al fondo se reproducen imágenes del espacio exterior. Vacío negro, estrellas como granos de polvo.

Las actrices forman figuras y se entrelazan con los abanicos. Parece que, al emular flores de cerezo secas, ellas son el instrumento del abanico. La joyería resalta en su cabello. Y forman una especie de árbol. Llevan vestidos blancos en la parte superior; de color rosa, en la parte inferior. Portan faldas largas. Bailan, se sincronizan en una danza sagrada. Giran y extienden  los abanicos cuando se detienen.

El sonido que liberan los abanicos es sutil, pero se escucha hasta la explanada, donde está el público. Entran nuevas bailarinas con trajes color verde pistache, faldas mamey; otras son azul cielo. Se inclinan, se yerguen, se mueven con elegancia — debe ser un baile imperial—, se quedan quietas, forman una hilera, avanza de puntillas y salen de escena. 

 

Entonces, empieza uno de los momentos más catárticos de la función: Namsadang. Entra un solista con trompeta. Al fondo, se proyecta el cielo turbulento, nubes en blanco y negro; figuras en espiral se desarrollan en los visuales. Una banda blanca le cubre la cabeza al solista y la trompeta es acompañada por un pequeño micrófono. Llegan al escenario decenas de músicos con instrumentos de percusión, pantalones blancos, zapatos de suela delgada, chalecos azules, cintas de tela que se convierten en una cola y sombreros con una cinta anudada que gira y forma un círculo concéntrico cada que mueven la cabeza.

Hay arte abstracto en los visuales, arte fragmentado que se sincroniza con el baile. En el centro de la pantalla,  una gran flor de loto. Alrededor de ella: ocho flores que se transforman, cambian. Uno de los actores grita, la música sigue. También giran, pero lanzan patadas en el aire y la percusión cambia su cadencia anterior.  

Los artistas forman dos hileras y le dejan el espacio del centro al hombre de la trompeta, que ahora gira y se mueve. El sonido de la música se coordina con los visuales que se adentran, otra vez en sí mismo, de forma desbordada. Gira un solo mandala. Ahora la pantalla proyecta en vivo lo que sucede en el escenario. Dos realidades se mezclan, crean un solo patrón de movimiento.

Mientras que al escenario ya entró la noche, en la pantalla parece que es mediodía.  Todos, en medio de la catarsis de su movimiento, tienen una sonrisa inmensa.  

El público aplaude. Alguien toca un pequeño tambor de cobre al ritmo de los aplausos.  En todo este tiempo, la trompeta no se detiene. Los bailarines corren en círculos, parece que van a abandonar el escenario. Pero no: regresan con nuevos instrumentos de percusión. Cada uno con un instrumento distinto. Avanzan en círculos, brincan en el aire y en sus pasos hay una perfección decantada.

La perspectiva desde la pantalla es otra. Son vistas diferentes. Hay un patrón al centro del círculo que forman, pero los ritmos cambian. Los listones de la cabeza se mueven como una cometa desbordada. Pero los listones engañan al ajo y parece que los bailarines sólo están pintando con luz.

Al frente, el solista hace una reverencia, toca la trompeta, otra vez y gira en el centro del escenario. Los músicos, mientras, tocan los tambores: no salieron, no se fueron y sobrevive la imagen del mandala en movimiento, al fondo, en la pantalla. Sigue allí. Luego, con una vara, los artistas equilibran y balancean piezas de madera. 

 

Para ellos, las artes escénicas son un ritual. Los anillos del mandala giran de derecha a izquierda. Uno sostiene una pieza de madera con un abanico blanco en cuya cara exterior está escrita la palabra APLAUSO. El público se sorprende, hace reverencias, grita y ovaciona.

Ahora el mandala es un Calendario Azteca y el solista es un bailarín que se descontrola: baila y gira pero sin perder la cadencia. El público quizá debería atreverse a sentir la fuerza, el frenesí, la catarsis.  Gira un mandala en tres dimensiones; hay profundidad en sus anillos.
Los perros del principio entran a escena. Se mueven, juegan y bailan al ritmo de la música. Por último, las banderas de México y Corea ondean.

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