CIUDAD DE MÉXICO, 22 MAY.
Y volvimos a la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes, ese teatro amado y majestuoso que estuvo cerrado al público por más de un año debido a la pandemia de COVID-19. La mitad del país está en semáforo verde y sólo un estado de la República se encuentra en color naranja. La vacunación avanza, lento, pero avanza. En el umbral de lo que habremos de llamar pospandemia, en esta gala de reapertura la fiesta no termina por empezar.
En el pórtico del Palacio una decena de trabajadores del Instituto Nacional de Bellas Artes denuncia con mantas, carteles y bocinas que los protocolos sanitarios para recibir al público no están apegados a los propios estatutos internos, ni fueron revisados por su Comisión de Seguridad e Higiene. Por ello, responsabilizan a las autoridades culturales de los riesgos que empleados, artistas y públicos están a punto de asumir al ingresar al recinto.
"Nosotros no conocemos los protocolos, responsabilizamos al INBAL de cualquier situación que se presente. No vamos a impedir el concierto, pero sí vamos a denunciar que no hay protocolos", dice uno de ellos por el altavoz.
Denuncias que han sido negadas por el INBAL en un comunicado, en el que aseguran que la presentación fue diseñada en estricto apego a las medidas para el cuidado de la salud de las y los integrantes de las agrupaciones artísticas y trabajadores del recinto.
Pese a las advertencias de los trabajadores, la gente ingresa teatro, pasa sus pies por el tapete desinfectante, permite la toma de temperatura y es rociado por un spray, medidas que, a la luz de un año y cinco meses de haber iniciado la pandemia, ha quedado claro que son inviables para mitigar los contagios, pero brindan, en el mejor de los casos, la sensación de ingresar a un espacio seguro, acaso con fe, porque qué más queda.
Asientos cancelados para garantizar la sana distancia, rostros cubiertos con mascarillas, algunas caretas por aquí y por allá, las puertas laterales abiertas, el aire acondicionado encendido. Un espacio gigante que se percibe tan pequeño debido a su aforo reducido al 30%. Volvimos a la Sala Principal, pero no somos los mismos.
El silencio y un piano sobre el escenario. Y el telón con la imagen del Popocatépetl e Iztaccíhuatl y sus 24 toneladas. En las bocinas, una voz: "Nuestro agradecimiento a todos ustedes por hacer posible este concierto. Bienvenidos".
Gustavo Cuautli, Oscar Velázquez, Angelina Rojas, Mauricio Esquivel, Penélope Luna y Graciela Díaz, integrantes de Solistas Ensamble, una de las agrupaciones artísticas del INBAL, aparecen uno a uno sobre el escenario, acompañados del pianista Eric Fernández, para cantar un programa con el que se recuerda el 120 aniversario luctuoso de Giuseppe Verdi, conformado por sus dos conjuntos de Seis canciones (Seste Romanze) publicados en 1838 y 1845.
Las mascarillas, hechas especialmente para los cantantes, son inusuales. Amplias y alargadas, como el pico de un pato. Son producto de una serie de estudios realizados por los directores corales del INBAL, en colaboración con diseñadores de vestuario, cuyo objetivo es permitir una resonancia mayor para que el sonido sea más claro. El objetivo se cumple en la mayoría de los casos. El canto suena casi limpio.
Y volvimos todos a la Sala Principal. Ahí están los cantantes, ahí está la música en vivo, ahí está la experiencia robada por más de un año: la presencialidad. Pero no somos los mismos. El aforo del 30% no es ocupado en su totalidad, asientos no cancelados están vacíos. Un aplauso tibio. Un público que conforme pasan los minutos se retira con la velocidad de un gotero.
Han pasado 60 minutos de música. No hay vivas, ni aplausos que hagan volver a los músicos, acaso por protocolo, acaso porque no tienen la potencia para propiciar un retorno. El concierto se da por concluido y las luces se encienden. Nos vemos a los ojos. Ahí está la experiencia compartida, la emoción, pero la fiesta no termina por empezar. Volvimos a la Sala Principal, pero no somos los mismos.