En el trayecto de entrada y salida del centro de vacunación, saludé a mis vecinos y compadres con apellidos Villalobos
JUCHITÁN, Oax.,- Frente a los soldados Ramiro y Valentina, los recuerdos pasaron vertiginosamente: hace un año y un mes empezó el duro confinamiento. Ahora, sentado en un salón de clases, recordaba la explosiva alegría de los niños que se había asfixiado en el silencio desde marzo de 2020. La música y los cohetes, se apagaron y las vacunas contra Covid-19, no llegaban y no llegaban a esta región de Oaxaca.
Miro alrededor y veo a personas de la tercera edad sentadas en frágiles sillas plegables de madera, colocadas sobre una explanada de cemento, bajo un enorme domo de láminas y estructura de acero. Recuerdo que entre 1963 y 1968, en ese espacio, que antes era de tierra con espinos, corríamos, nos divertíamos con el papalote en tiempos de nortes y jugábamos futbol o beisbol.
En la plaza cívica de la escuela primaria Daniel C. Pineda, construida en 1946, pero fundada 10 años antes, la misma que fue mi primera casa de estudios y que ahora regreso a ella, veo a decenas de hombres y mujeres que, como yo, rebasan los 60 años de edad y caminan con dificultades hacia los jóvenes que, detrás de unas mesas, rápidamente rellenan unos formularios.
Miércoles 21 de abril, comienza la vacunación a los adultos mayores cuyos apellidos paternos correspondan de la A hasta la F. Los tan ansiados antígenos llegaron al Istmo el lunes 19 de abril y la primaria Daniel C. Pineda se convirtió en uno de las cinco sedes para vacunar durante tres días a más de 10 mil adultos mayores de esta ciudad zapoteca.
Antes de las seis de la mañana de ese día, dos horas previas al horario para la vacuna, afuera de la escuela conocida también como Peralta, porque ahí trabajaron profesores con ese apellido, unas cien personas ya formaban una considerable fila, a un costado de la barda del lado oriente del plantel.
"¡Ya hay gente formada!", alertaron unas voces a los integrantes de las familias Girón y Calderón, que viven justo enfrente de la institución educativa y a quienes, por orden alfabético, les correspondía la vacunación el miércoles 21. "No se preocupen, nos va a tocar (la vacuna)", respondieron. Poco antes de las 12 del día, ya habían sido inoculados.
Por fortuna no fue un día tan caluroso como los anteriores; ese miércoles sopló un viento suave del norte y no se presentaron los problemas que se vivieron en los municipios de Valles Centrales, donde se aplicaron los primeros antígenos, por falta de información y mala organización.
Después de las 13 horas, ya no había personas con el apellido paterno de la A hasta la F y entonces, los responsables del programa de vacunación abrieron la oportunidad para los vecinos con apellidos L, M, V y Z.
Un elemento de la Policía Vial Municipal me vio llegar con la ayuda de mi sobrina Sonia, sobre todo para subir los escalones del acceso al plantel y la acera de los salones donde colocaron las mesas de recepción de los documentos: ¡López Morales, Alberto!, fue su efusivo saludo. Una señorita, colaboradora del programa, me invitó a pasar; iba a vacunarme por voluntad propia.
En ese momento, recordé algo chusco y sonreí, pensando en mi niñez. Cuando cursaba el segundo de primaria con la profesora Eira (1964). Entonces alcancé a ver que unas enfermeras de vestuario blanco y verde, con neveras en la mano, acudían a vacunarnos contra la polio, la tosferina, y el sarampión. No lo pensé, brinqué desde la ventana del salón, caí en la arenosa calle y corrí hasta la casa.
Tantos años después, luego de que entregué mi folio de registro, mi CURP y mi credencial de elector, pasé a la zona de vacuna. Un médico del Ejército me llamó con la mano derecha en alto para indicarme que debía pasar al salón: "Bienvenido a nuestro equipo, le presento a la teniente manos de ángel", dijo. Después supe el porqué de ese sobrenombre. No dolió y no sentí el pinchazo.
En el trayecto de entrada y salida del centro de vacunación, saludé a mis vecinos y compadres con apellidos Villalobos, Velázquez, Zárate, Pineda, López, entre otros que ya no tuvieron que esperar los días jueves y viernes. Hubo orden y rapidez y eso facilitó que se avanzara y nos tocara a los que vivimos cerca de la escuela.
"Para nosotros fue un día importante y lleno de esperanzas", comentó David, un jubilado de Pemex. "De todas formas, debemos seguirnos cuidando. No podemos echar las campanas al vuelo. La enfermedad está presente y debemos proteger a nuestras familias", añade. Tras un tiempo de espera impaciente, por fin llegaron las vacunas al Istmo.