La división en el país, cada vez más polarizado, hace que los estados batalla se puedan contar con los dedos de las manos.
El sistema electoral estadounidense es caprichoso, tanto que los candidatos parece que no hacen campaña para ser presidentes de todo el país, sino para gobernar sólo un puñado de estados.
No es por voluntad de abandonar o ningunear más de la mitad del territorio y la población: es sólo cuestión de cálculo político, matemáticas electorales, que llevan a pensar sólo en unos pocos territorios: los denominados battleground states, los estados batalla donde se decide quién gana las elecciones y, por tanto, recibe las llaves de la Casa Blanca.
También se les llama swing states, estados péndulo o estados bisagra por su cambiante color político, virajes que se producen por cambios demográficos, tendencias ideológicas o el tipo de candidato y propuestas que se presentan.
Pero al fin y al cabo la idea es la misma: es donde están todas las miradas, los únicos donde importa qué votan, qué candidato eligen, a quién dan sus delegados del colegio electoral.
Los equipos de campaña hacen cálculos, dibujan mapas, ponen y quitan estados de su columna de intereses. El equipo de Donald Trump, por ejemplo, calculaba a principios de septiembre hasta siete escenarios en los que el candidato republicano podía cantar victoria.
Hacer un seguimiento de los estados a los que viajan los candidatos, sus equipos y demás representantes permite hacer un análisis clarísimo de qué estados están en juego, dónde ven que pueden ganar o perder más apoyo, y qué importancia le dan a cada región en su juego para sumar los electores suficientes para llegar al Despacho Oval.
La división en el país, cada vez más polarizado, hace que los estados batalla se puedan contar con los dedos de las manos.
En un sistema electoral donde el voto popular no tiene importancia a nivel nacional, aquellos territorios donde la tendencia ideológica es muy clara (California para los demócratas o Virginia Occidental para los republicanos, por poner un par de ejemplos) pierden todo interés en el ciclo electoral.
Los candidatos no pisan esos lugares, porque sería una pérdida de tiempo en la odisea de seducir a los votantes que realmente importan: los de los estados bisagra.
Por eso existen quejas de que las campañas políticas estadounidenses, en muchos casos, sólo incluyen en su programa elementos que interesan exclusivamente a unos pocos territorios.
Hablan del regreso de la industria automotriz cuando es un tema que importa casi exclusivamente a un puñado de estados del denominado "cinturón del óxido"; el fracking es un tema de campaña que tiene su enfoque en Pennsylvania; el de la pelea comercial con China y los subsidios agrícolas es para seducir a Iowa.
Dentro de sus propuestas nacionales, grandes ideas sobre el camino hacia donde tendría que ir el país, los candidatos centran su atención en mensajes que resuenen entre los votantes sobre los que se va a decidir la elección.
Nadie puede cantar victoria. De los 50 estados (y el Distrito de Columbia) que votan para presidente, sólo media docena entran en la categoría de estados batalla: Florida, Pennsylvania, Arizona, Carolina del Norte, Michigan y Wisconsin.
Todos ellos fueron ganados por Trump hace cuatro años, lo que obliga al aspirante a la reelección a jugar a la defensiva, proteger lo conseguido entonces. Sólo puede permitirse perder 36 de los 306 delegados del colegio electoral que consiguió en 2016: lo que, en un cálculo por encima y aproximado, equivale a unos tres estados.
El margen de maniobra es mínimo, pero el recuerdo de hace cuatro años hace que los republicanos no tiren todavía la toalla o que los demócratas canten victoria antes de tiempo.
Si la media nacional de las encuestas —calculada por Real Clear Politics— da a Biden alrededor de ocho puntos de ventaja, en los estados bisagra se reduce a menos de cuatro puntos.
La distancia se ha reducido un punto en las últimas dos semanas; en muchos casos, esa diferencia está en los límites de los márgenes de error de las encuestas, y deja espacio al vuelco.
A las mismas alturas de hace cuatro años, Hillary Clinton ganaba por unos números parecidos en los estado batalla, y acabó perdiendo todos.
Si hay dos estados clave, dos estados en los que su resultado va a marcar mucho la tendencia del resultado electoral, son Florida y Pennsylvania. Entre los estados batalla son los que más delegados reparten (29 y 20, respectivamente), y no es casualidad que los mayores esfuerzos se repartan en seducir a sus votantes.
Hasta ahora, los republicanos han apostado más por Pennsylvania, confiando en su tirón entre los latinos floridianos para no sufrir una derrota ahí.
Los demócratas, en cambio, satisfechos con los primeros números en la costa este y esperanzados que su plan para recuperar el "muro azul" del cinturón industrial (Michigan, Wisconsin) arrastre también a Pennsylvania, han puesto su mejor arma, el expresidente Barack Obama, a viajar un par de veces a Florida.
En los tres del "muro azul" derribado por Trump en 2016 (Wisconsin, Pennsylvania y Michigan), la aprobación de Biden está arriba de 50%. Su perfil político, visto como cercano a la clase obrera, le puede dar el impulso necesario, ni que sea mínimo, para voltear el resultado de Clinton en 2016, cuando sólo 77 mil 744 en esos tres estados la privaron de convertirse en la primera mujer presidenta.
Las elecciones están tan ajustadas y los vuelcos son tan cambiantes que, a los seis estados batalla claramente establecidos, muchos sondeos incluyen otros territorios que podrían dar la sorpresa en la noche electoral con un cambio de rumbo ideológico.
La impopularidad de Trump en el país, su mala gestión de la pandemia de coronavirus o simplemente el entusiasmo del electorado demócrata puede provocar que, de repente, las miradas giren a estados que no se planteaban en un inicio.
Uno de los distritos de Maine y uno de los de Nebraska (los dos únicos que reparten sus delegados en un sistema mixto proporcional), Ohio, Georgia, Iowa, Minnesota o Nueva Hampshire, entran en esa categoría de estados a tener en cuenta. Todos ellos, menos los dos últimos, fueron ganados por Trump.
Ante una jornada que, según algunas probabilidades, podría deparar un empate en delegados o una victoria por la mínima, cualquier triunfo es indispensable, desde el mínimo territorio hasta la mayor joya de la corona.
Los más atrevidos apuntan que incluso Texas podría estar en juego, uno de los sueños más deseados por los demócratas desde hace tiempo, y el que más delegados reparte (38), sólo superado por California (55).
El consenso de los expertos basado en el resultado con el que inicia el partido —aquellos estados en los que antes de empezar cada candidato tiene asegurada la victoria— es de 212 a 163 a favor de Joe Biden.
Los 163 delegados restantes, en tan sólo 13 estados, son los que están realmente en juego. Para llegar a la Casa Blanca, un candidato necesita 270 votos electorales, de un total de 538.
En cuanto a los cálculos, todas las miradas se centran en esos territorios. Pero los más supersticiosos, como cada año, pondrán toda su atención en Ohio, un estado swing por excelencia —aunque cada vez menos— que, desde 1964, ha acertado siempre el ganador de las elecciones.