Trump sacó su lado más autoritario en el peor momento posible, tomando el camino contrario al necesario, exigiendo mano dura contra las manifestaciones y soltando amenazas de sacar al ejército a las calles para frenar la oleada de protestas que están poniendo en jaque al país.
La excepcionalidad del momento que se está viviendo en Estados Unidos no se explica sin un presidente tan provocador, incapaz y perverso como Donald Trump. El país, plagado de protestas y reflexión profunda sobre su racismo intrínseco, tiene en él a un líder agitador que, en lugar de pacificar los ánimos y guiar a los ciudadanos a curar heridas, se dedica a revolver las aguas e instigar a más violencia, todo para conseguir un beneficio electoral que sacie su sed de poder.
Trump sacó su lado más autoritario en el peor momento posible, tomando el camino contrario al necesario, exigiendo mano dura contra las manifestaciones y soltando amenazas de sacar al ejército a las calles para frenar la oleada de protestas que están poniendo en jaque al país.
Una semana después de la muerte del afroestadounidense George Floyd, el aire en Estados Unidos está empapado de revuelta, de furia, de exigencia de justicia. Muchos ven en las protestas que se expanden por todo el país un momento de quiebre, el hartazgo definitivo ante la brutalidad policial racista tan impregnada en el sistema estadounidense.
Pero Trump decidió este lunes que había llegado el momento de pasar a la acción, mostrar todas las cartas, cerrar el puño y actuar a base de golpes y amenazas. En un discurso brevísimo e inesperado desde la Casa Blanca, anunció que movilizará "todos los recursos federales disponibles, civiles y militares, para frenar con los disturbios y los saqueos, acabar con la destrucción y los incendios", incluyendo "miles y miles de soldados fuertemente armados" en la capital. Básicamente, ponía en advertencia a la población civil de que está dispuesto a mandar al ejército para enfrentarse a ellos.
Fuera, Washington vivía una de las jornadas de protesta más pacífica que se recordaba, una imagen inimaginable cuando menos de 24 horas antes esa zona estaba inmersa en cargas policiales, gases lacrimógenos y fuego. La alcaldesa de la capital, para evitar otra noche de caos, ordenó toque de queda desde las 7 de la tarde. Fue entonces cuando llegó la perversión de Trump: minutos antes de su discurso, la policía empezó a cargar contra los manifestantes pacíficos, disparando gases lacrimógenos cuyo estruendo se colaba por la señal televisiva. Los cuerpos antidisturbios y la policía a caballo se encargaron de que se aplicara de forma inmediata el toque de queda impuesto por la alcaldesa.
Trump tenía lo que buscaba: que todas las televisiones mostraran en pantalla partida el caos de las calles y su porte presidencial como líder de la ley y el orden. Una estratagema electoral bordeando lo macabro. No era su única intención: el presidente había ordenado el desalojo a la fuerza de los alrededores de su residencia para poder cruzar caminando la plaza Lafayette y posar delante de una iglesia con una biblia en la mano. Las dos versiones del Trump presidenciable, el duro con el crimen y el religioso, en una misma toma.
Horas antes, en una llamada con gobernadores, Trump sacó su arsenal más belicoso y despótico. "Tienen que dominarlos. Si no los dominan, están perdiendo el tiempo", les dijo. "Los van a sobrepasar. Van a parecer una panda de pendejos", añadió, insultando a los gobernadores por ser demasiado "débiles" contra los manifestantes. Exigió a las autoridades estatales que hagan uso de los "militares", tanto como sea "necesario", e insistió una y otra vez en la necesidad de dar escarmiento a los que protestan, deteniéndolos, juzgándolos e incluso encarcelándoles "por diez años", para así "no ver estas cosas nunca más".
Además, insistió en culpar de los saqueos y violencia a la extrema izquierda, al grupo Antifa que quiere designar como terrorista. Por su parte, el Departamento de Justicia informó que busca acusar a los manifestantes detenidos de delitos federales, y el secretario de Defensa, Mark Esper, no dudó en calificar las calles del país como un "campo de batalla".
En la llamada, el gobernador de Illinois, Jay Robert Pritzker, encaró al presidente. "Estoy extraordinariamente preocupado por la retórica que está utilizando", le comentó, alarmado porque "está haciendo que las cosas se pongan peor".
"Los peligrosos comentarios del presidente deberían preocupar seriamente a todos los estadounidenses porque envían una señal muy clara de que la administración [Trump] está determinada a sembrar semillas de odio y división, y temo que eso llevará a más violencia y destrucción", dijo la gobernadora de Michigan, la demócrata Gretchen Whitmer, que suena como posible candidata a la vicepresidencia.
La senadora Kamala Harris, otra firme aspirante a la candidatura vicepresidencial demócrata, dijo tintas que el discurso de Trump parece al de un "dictador".
Pese al toque de queda instaurado en Washington, los manifestantes siguieron su protesta y marchar por una ciudad que combinaba el silencio en los barrios residenciales con el sonido de sirenas de ambulancias, coches policiales y un helicóptero policial. La ciudad de Nueva York estableció también toque de queda, con lo que suman ya medio centenar; se calcula que han muerto al menos seis personas durante las protestas en todo el país.